¿QUÉ SIGUE?
Denise Dresser
Agencia Reforma
Ciudad de México 19 noviembre
2023.- La politóloga Denise Dresser analiza la situación de México en su nuevo
libro ¿Qué sigue? 20 Lecciones para ser ciudadano ante un país en riesgo. Con
autorización de Penguin Random House, publicamos el Capítulo 1 de la obra.
1 No te vuelvas porrista
En 2012 el regreso del Partido
Revolucionario Institucional (PRI) parecía impensable. Resultaba difícil creer
que la población promovería la restauración del sistema de partido dominante
que tanto daño le había hecho al país. Un mexicano votando por el PRI era como
un alemán votando para reconstruir el muro de Berlín. Así de improbable: así de
regresivo.
Pero millones salieron a
apoyar a Enrique Peña Nieto y después de haber sacado al priismo de Los Pinos
el votante mexicano lo regresó ahí, como si no hubiéramos aprendido las
lecciones del pasado, o catado los costos que impone el antiguo PRI como forma
de vida y repartición el botín. Fue un déjà vu fatídico. Un sexenio del
“nuevo PRI” tan parecido al viejo PRI en sus usos y costumbres. Una
oferta de modernización que se volvió tapadera para la corrupción.
En 2018 el voto por Andrés
Manuel López Obrador parecía el antídoto adecuado; una forma de rescatar la
democracia perdida y el gobierno corrompido. Ahora sorprende ver cómo muchos de
sus seguidores, promotores y facilitadores fueron seducidos por una promesa de
cambio que se distancia de las aspiraciones democráticas y la transformación
deseable. El lopezobradorismo fomenta una plétora de ideas francamente
xenofóbicas, visiblemente patrioteras y abiertamente autoritarias. Al inicio de
su mandato esto no era evidente, porque durante la campaña presidencial AMLO se
moderó, se domesticó, jamás dijo que pensaba desmantelar al Instituto Nacional
Electoral (INE), o embestir a la Suprema Corte, o militarizar aún más a México,
o elegir por dedazo a su sucesora. Pero ya en el poder se radicalizó, y su
ataque a los medios, su agresión al INE y al Instituto Nacional de
Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI),
su promoción de la Ley de la Industria Eléctrica, su defensa de Félix Salgado
Macedonio y su endiosamiento de las Fuerzas Armadas son solo algunos botones de
muestra. La 4T es cada vez más antinstitucional, anticonstitucional,
antifeminista, antiglobalista, antiderechos y antidemocrática.
El oficialismo
lopezobradorista se ha revelado tal como es. Su objetivo no ha sido que el
gobierno funcione mejor. La meta es que el gobierno sea más partidista, que la
justicia sea más politizada, que la Suprema Corte sea más dócil, que los
órganos autónomos sean más gubernamentales, y que los ciudadanos sean más
dependientes del presidente. Para justificar que rompen la ley o se saltan la
Constitución o toman decisiones contraproducentes, AMLO y los amloístas han
creado enemigos existenciales. El PRIAN, los conservadores, los constructores
privados, las energías renovables, las mujeres, Iberdrola, los acaparadores de
vacunas, la prensa sicaria, la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La
división de México en bandos de puros e impuros hace difícil mantener la
conversación con quienes antes eran aliados o interlocutores o compañeros de
luchas cívicas. En cualquier momento, cualquier analista, escritor, periodista
o activista es transformado en el artífice de una conspiración. ¿Qué está
pasando?
Como sugiere Anne Applebaum en
Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism, en ciertas
condiciones, cualquier sociedad puede voltearse en contra de la democracia, y
más aún si era frágil o fallida. Ello requiere un líder protoautoritario con un
cortejo de escritores, intelectuales, propagandistas, moneros, youtuberos,
directores de medios y de comunicación social que moldean su imagen para el
público. Los nuevos autoritarios necesitan personas que den voz a los agravios,
manipulen el descontento, canalicen el enojo y planeen la panacea. Necesitan de
aquellos que sacrificarán la búsqueda de la verdad en nombre de una lealtad tribal
o una “pasión de clase”.
La proclividad autoritaria
está viva hoy en la nueva élite de la 4T, que es más conservadora, machista,
robespieriana e incongruente de lo que se cree. Son hombres y mujeres que
quieren derrocar, saltar, minar o destruir instituciones existentes, en lugar de
dedicar tiempo a su remodelación. Algunos han demostrado ser profundamente
religiosos. Profundamente antigringos. Profundamente misóginos. Muchos buscan
redefinir a México conforme a sus cánones, quieren reescribir el contrato
social para colocarse en la punta de la pirámide, rechazan la cacofonía del
pluralismo, e intentan alterar las reglas de la democracia disfuncional para
nunca perder el poder. Son los seducidos por el autoritarismo disfrazado como
preocupación por los pobres y recuperación de la soberanía perdida.
¿Qué habrá pensado el
exsecretario de Hacienda Arturo Herrera sobre los recortes presupuestales
exigidos constantemente por AMLO y cómo iban destruyendo la capacidad operativa
del gobierno? ¿Qué habrá sentido Marcelo Ebrard al anunciar los vuelos
provenientes de China y Argentina, con insumos o medicamentos que debieron
comprarse con antelación para el covid-19, por los cuales después paga un
sobreprecio? ¿Qué habrá opinado Luisa María Alcalde sobre la pérdida brutal del
empleo que el gobierno no protegió durante la pandemia, y que los apoyos
provistos por Jóvenes Construyendo el Futuro no alcanzaron a compensar? ¿Estuvo
de acuerdo Graciela Márquez con la falta de protocolos para los semáforos que
definieron el regreso a la actividad económica? ¿Nadine Gasman asumió que la 4T
apoyaba a las mujeres cuando se recortó 75% el presupuesto al Instituto
Nacional de las Mujeres (Inmujeres) y se eliminaron los programas de género?
¿Alfonso Durazo podía defender honestamente el carácter y mando civil de la
Guardia Nacional cuando se ha decretado su militarización?
En público, miembros
prominentes del gobierno han vindicado o guardado silencio ante políticas que
lastiman a la economía, convierten a la Cancillería en una oficina de bomberos
o propagandistas, transfieren recursos públicos a obras faraónicas que violan
la normatividad o empiezan sin proyectos ejecutivos o estudios de impacto
ambiental, colocan a la intemperie a millones que ahora no tienen acceso a los
servicios de salud pública, dejan indefensas a las mujeres víctimas de
violencia, y empoderan -sin vigilancia- a las Fuerzas Armadas.
La duda es si las personas
pensantes del gabinete han decidido suspender el uso de la razón. O si callan
por miedo a ser despedidas o humilladas en público por el presidente, cuando
las contradice. O si han recortado su conciencia para ajustarla a los
imperativos ideológicos de los tiempos. O si su propia ambición las lleva a
hincarse ante AMLO en vez de corregirlo. Los más congruentes se han ido, pero
la mayoría ha tragado sapos. Sea cual sea la razón política o personal, puestos
clave de la “Cuarta Transformación” parecen estar ocupados por
anémonas sin espina dorsal. Mujeres de arena sin columna vertebral. Hombres de
paja sin convicción real. Una colección de catatónicos que contemplan cómo
López Obrador dinamita la casa de todos.
Complacientes que asisten a
las reuniones con el presidente pero no pronuncian una sola palabra cuando
propone políticas públicas que corren en contra de la democracia o de las
mejores prácticas o del sentido común. Silentes cuando van a reuniones de
trabajo a Palacio Nacional, pero no se atreven a enmendarle la plana a quien la
ha redactado mal. Sumisos, asustados, disciplinados. Como si no fueran expertos
en los temas sobre los cuales AMLO no sabe nada, pero aun así dicta decretos
destructivos. Como si no supieran las consecuencias que acarreará aniquilar al
Estado, poner en riesgo la parte pujante de la economía y los compromisos del
Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), poner en peligro el
papel de la Suprema Corte como defensora de la Constitución, ignorar a las
mujeres atrapadas en casa con su victimario porque ya no hay refugios públicos
para ellas. Como si no alcanzaran a vislumbrar los efectos de actos que avalan en
cada mañanera a la que asisten, y dicen lo que les dijeron que debían decir.
Aunque eso que anuncian contradiga su formación profesional y su credibilidad
personal. Aunque el gobierno al que se sumaron con entusiasmo y esperanza los
use como desinfectante o como trapeador.
Se vuelven mecanógrafos de
AMLO aunque redacten actas de defunción para su área. Constituyen una camarilla
de conformistas, dispuestos a acabar con la ciencia y la evidencia, porque les
insisten que para combatir la corrupción es necesario producir una implosión.
Lo escribe Cass Sunstein en Conformity: The Power of Social Influence: cuando
uno o la mayoría de nosotros se conforma, la sociedad acaba incurriendo en
errores graves. Cuando los poderosos no ven y no aprenden de los disidentes,
las instituciones terminan acatando una sola voluntad.
Bob Dylan cantaba que
“para vivir fuera de la ley, debes ser honesto”. Y en esta coyuntura
crítica para México, muchos dentro del gobierno no lo están siendo. Ni consigo
mismos ni con la población con la cual tienen una responsabilidad fiduciaria.
Las consecuencias de su doblegamiento han sido dañinas, porque la disidencia
interna funciona como correctivo, y en el gabinete no existe. Las reuniones de
trabajo con el presidente parecen una escuela de taquimecanografía; una
academia de amanuenses que prefieren obedecer a su jefe, en vez de servir al
país.
Y no solo en el gabinete hay
quienes se sienten satisfechos con el platillo único que el presidente les pone
sobre la mesa. Hay muchos que lo saborean y recalientan, lamiéndose los dedos.
No vislumbran la brecha entre las promesas y los resultados; entre la
propaganda y la realidad; entre el autoritarismo y el pluralismo. Otros creemos
que no es congruente traicionar nuestros ideales así, porque la democracia es
un enorme buffet de ideas. En su mesa coexisten distintos platillos, salsas,
aderezos y a nadie se le obliga a comer un menú fijo. Lo compartido es el
comedor: las reglas para elaborar leyes, dirimir conflictos, crear o remodelar
instituciones, procesar diferencias.
Pero el lopezobradorismo exige
que dejemos de ser comensales de la democracia; demanda que nos transformemos
en colaboradores de una regresión que pone en riesgo la capacidad de
componerla. No está en busca de ciudadanos libres, críticos, capaces de pensar
por sí mismos, sin necesidad de un caudillo carismático que les diga cómo
hacerlo. No promueve la deliberación, sino la colusión; lo suyo no es la
libertad sino la complicidad; no exalta la independencia sino la connivencia. Y
los colaboradores que recluta son aquellos capaces de traicionar su ideología
de izquierda, su moralidad, sus valores con tal de servir a un hombre.
Porque en esencia de eso se
trata: defender, justificar, legitimar y racionalizar una voluntad única. Si
los colaboradores fueran congruentes con la causa de desmantelar los
privilegios y combatir la corrupción y poner a los pobres primero, se opondrían
a una larga lista de decretos que contradicen esa narrativa. Ahora más bien
excusan los abusos de poder, minimizan la evidencia, tergiversan los datos,
despliegan dobles estándares, y utilizan distintas varas de medición. Lo que
fue inaceptable bajo Peña Nieto se vuelve palatable bajo AMLO; lo que hubiera
sido condenable con Felipe Calderón se vuelve aplaudible con López Obrador.
Me lo pregunto con frecuencia.
¿Por qué hay grupos de analistas, moneros, escritores y personas reconocidas
por su inteligencia y su talento que aún apoyan a la llamada “Cuarta
Transformación” sin dudarlo? ¿Por qué, aunque han presenciado la persistencia
de la corrupción, la profundidad de la militarización, y el aumento de la
violencia, han guardado la fe en la causa y luchan por su continuidad vía
alguna corcholata elegida? ¿Cómo explicar que, por ejemplo, dos grandes mentes
mexicanas como lo son Sergio Aguayo y Lorenzo Meyer, hayan optado por caminos
tan divergentes; el primero manteniendo la distancia dubitativa y el segundo
optando por el acercamiento acrítico? ¿Por qué unos han pasado a formar parte
del amasijo ideológico del régimen, mientras otros cuestionan sus falencias?
¿Por qué algunos siguen siendo tan libres como siempre, mientras otros han
entrado al cautiverio intelectual por voluntad propia?
Antes del advenimiento de la
polarización, y el arribo de AMLO, Lorenzo Meyer, Sergio Aguayo y yo estábamos
unidos por las mismas causas, marchando por los mismos motivos, en el mismo
programa de radio con Carmen Aristegui. Los tres habíamos sido formados en El
Colegio de México y compartíamos los mismos valores. Ahora, las diferencias nos
han colocado en bandos que no se hablan ni se escuchan. De un lado, quienes
pensamos que López Obrador en el poder ha traicionado esos valores. Del otro,
quienes no quieren o no pueden distinguir la diferencia entre propaganda y
realidad. Unos continúan siendo colaboradores entusiastas, mientras que para
otros la tergiversación falaz de ideales compartidos ha sido una terrible
desilusión.
Quizás en los porristas
orgánicos hay una necesidad de reconocimiento, de pertenencia identitaria, de
motivos profesionales o económicos. O un deseo de ingresar a las filas de la
élite dominante, por parte de quienes se sentían injustamente ignorados. O en
el contexto de la 4T -donde la lealtad importa más que el mérito- ciertos
grupos han logrado ocupar posiciones que antes jamás habrían obtenido, y por
ello se alinean. O saben que personalmente les irá mejor: publicarán sus
libros, producirán sus obras de teatro o sus programas de televisión, emplearán
a sus familiares, les otorgarán contratos lucrativos, serán invitados a ser parte
del círculo cercano. O tal vez necesitan sentirse acompañantes de algo grande,
heroico, trascendental como “el pueblo” o “la
transformación”.
En su ensayo La mente cautiva,
el premio Nobel Czeslaw Milosz explica por qué sus compañeros se volvieron colaboradores
del comunismo represivo. Querían formar parte de un movimiento masivo, sentirse
cerca de los desposeídos, y representarlos, escribe. Después de estar en guerra
con el Estado durante años, justificarlo también les proveía cierta paz mental:
la posibilidad de escribir algo “positivo” por fin. Sentir, por
primera vez, el placer de la conformidad, el bienestar de la benevolencia que
provee la comunión con el poder y los poderosos. Gozar la sensación de
importancia que trae consigo ser parte del círculo cercano del rey, y
susurrarle en el oído. O quizás algunos simplemente temían ser expulsados y
exhibidos por su tribu.
De manera similar a otros
tiempos y en otras latitudes, el gobierno de López Obrador ha puesto las
convicciones a prueba. Personas provenientes de la izquierda como Roger Bartra,
José Woldenberg y Sergio Aguayo la han superado, manteniéndose congruentes con
demandas de largo aliento como la equidad y la democracia. Otros han abandonado
posturas que antes enarbolaban, en defensa de un proyecto muy distinto al
progresismo que ansiábamos. Los críticos feroces de la militarización hoy la
justifican. Las feministas que en privado se quejaban de Claudia Sheinbaum hoy
la vitorean. Los denunciantes del dedazo priista hoy aceptan su resurrección. Los
críticos del clientelismo construido por la política social hoy defienden su
profundización. Y los seducidos por el autoritarismo normalizan lo que alguna
vez consideraron moral y éticamente incorrecto, mientras justifican su propia incongruencia. Tienen un
“indiómetro”, un “pueblómetro”, un
“corruptómetro”, un “oligarcómetro” y un
“conservadómetro” con los que descalifican a cualquiera que se les
opone, excepto al gobierno/partido al que sirven. Y han decidido defender a un
gobierno mocho, militarizado y machista, porque la jaula que habitan tiene
barrotes de oro.
Adam Przeworski definió que la
democracia es “la institucionalización del conflicto”, pero en los
tiempos actuales se ha vuelto cada vez más difícil procesarlo. ¿No les ha
sucedido que ya es imposible hablar de política con ciertas personas? ¿Que la
interlocución se ha perdido por grietas políticas que antes no existían? ¿Que
las diferencias sobre el gobierno de López Obrador alienan afectos y
condicionan colegas? Hace tiempo que no hablo con mi exalumno y amigo Genaro
Lozano, porque me resulta incomprensible su defensa de decisiones
gubernamentales que antes cuestionábamos juntos.
Me ha dolido ver cómo mi amiga
Eugenia León -que antes cantaba en mis comidas de cumpleaños- retuitea mensajes
donde me llaman “loca” o “malcogida” en las redes sociales.
¿Qué decir de Sabina Berman, sugerida por mí para participar en una mesa con
Carmen Aristegui, a la cual renunció después de un par de meses porque no pudo
con el fragor de un debate que no ajustara a su guion? Ahora me agrede sin
cesar y afirma falsamente que soy “de derecha” y que no quiero
debatir públicamente con ella. Me quiere cerca solo porque es redituable
criticarme. ¿Qué pensar sobre Epigmenio Ibarra, con quien hice el “pase de
lista” por los 43 de Ayotzinapa durante años, ahora convertido en
propagandista? ¿Cómo describir al monero Rapé que ilustró mi libro Manifiesto
mexicano, y al cual ofrecí comprarle un boleto de avión para sacarlo del país
cuando fue amenazado por el hoy encarcelado gobernador Javier Duarte? En vez de
hacer caricaturas sobre quienes ocupan el poder, hace caricaturas sobre quienes
criticamos al poder. ¿Cómo mantener la relación con Jenaro Villamil, con quien
marché tantas veces contra la ley Televisa, cuando hoy reproduce falsedades
mañaneras, solapa la metamorfosis de medios públicos en medios de la 4T, y
permite que desde ahí se parodie a críticos del gobierno? ¿Cómo seguir
respetando al ministro Arturo Zaldívar, al ver su conversión en cortesano de la
corte presidencial?
Pienso en ellos y en muchos
más cada vez que releo el extraordinario ensayo de Amos Oz, Contra el
fanatismo. Ahí reconoce que él mismo de joven había sido un fanático con el
cerebro lavado, “con ínfulas de superioridad moral, chovinista, sordo y
ciego a todo discurso que fuera diferente al poderoso discurso judío sionista
de la época”. Él lanzaba piedras, semejantes a las piedras metafóricas que
Sabina Berman tira en mi contra. Él llamaba “traidores” a quienes hoy
afirman lo mismo sobre mí -incluyendo el presidente- tan solo por pensar
distinto. Oz lo aclara bien: “traidor a ojos del fanático es cualquiera
que cambia”. Y yo añadiría, traidor a los ojos del fanático es cualquiera
que se queda en el mismo lugar, mientras ve cómo otros abdican a la independencia
intelectual, y a la crítica indispensable. Les gana la conformidad y la
uniformidad, la urgencia por “pertenecer a” y el deseo de hacer que
todos los demás “pertenezcan a” un movimiento, un partido, una causa,
una epopeya transformadora. Ya ni siquiera pueden reír de lo que es
evidentemente risible, porque “jamás he visto a un fanático con sentido
del humor”. López Obrador se ríe de los demás, pero nunca de sí mismo.
El fanatismo se nutre del
culto a la personalidad, la idealización de líderes políticos, la adoración de
individuos seductores como lo es López Obrador. Y como advierte Oz, toda
cruzada que no se compromete a llegar a un acuerdo, toda forma de fanatismo
termina, tarde o temprano, en tragedia o en comedia. Muchos de los hoy
fanáticos eran mis amigos, y ojalá algún día volvamos a encontrarnos -al final
de la tragedia o la comedia que acabará siendo el lopezobradorismo- en un
México compartido donde haya cabida para todos y no solo para los seducidos.
Los colaboradores que cierran
los ojos podrán seguir engañándose a sí mismos y a los demás, sin entender que
se han vuelto meros apparátchiki del poder arbitrario al que criticaron y ahora
defienden. Pero como argumenta Anne Applebaum, la historia juzgará a los
cómplices y reconocerá a los que se rehusaron a elegir entre solo dos sopas:
dentro de la 4T todo, fuera de la 4T nada. Recordará a quienes tomaron partido
por la democracia incluyente que queremos construir; a quienes insistieron en
seguir cocinando y aderezando ese pozole de la pluralidad que es nuestro país.
No se trata de escoger entre
el conservadurismo o el lopezobradorismo, entre la derecha o la izquierda,
entre un partido u otro.
Se trata de ser demócrata.
TABLA
El libro
¿Qué sigue? 20 Lecciones para
ser ciudadano ante un país en riesgo
Denise Dresser
Editorial Aguilar (Penguin Random House)
Páginas 272