DÍA DE MUERTOS, REFLEJO DE LOS MUCHOS MÉXICOS QUE EXISTEN
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Expresión de una identidad
nacional
·
En esta celebración
confluyen las formas más diversas de entender la muerte y, por ende, la vida:
Héctor Rosales
Omar Páramo
El profesor Héctor Rosales fue el primero en
colocar una ofrenda en el Centro Regional de Investigaciones
Multidisciplinarias (CRIM) de la UNAM; eso fue a finales de los 80. Mientras
adornaba una mesa alargada con calaveras de azúcar, papel picado y cempasúchiles,
una trabajadora le preguntó, ¿y esto lo hace usted por cultura o costumbre? “No
supe responder, pero me hizo reflexionar sobre Día de Muertos y cómo lo hemos
ido construyendo, sobre cómo refleja a los muchos Méxicos que existen”.
A decir del sociólogo, basta comparar cómo se
festeja esta fecha en la Huasteca con el Xantolo y sus máscaras, en la zona
maya con sus mucbipollos (tamales estilo pib que emulan un entierro con todo y
huesos) o en Michoacán, con sus veladoras capaces de iluminar una isla de
noche, para darnos una idea de cómo en esta celebración confluyen las formas
más diversas de entender la muerte y, por ende, la vida.
“¿Estamos ante una versión local del rito católico
de Todos los Santos o frente a un ritual prehispánico?”, de cierto hemos oído
ambas versiones y, como en casi cualquier cosa, expone Rosales, la respuesta no
está en los extremos sino por ahí, en el medio. Por ello sugiere tomar con
reservas los discursos oficiales que buscan hacer de Día de Muertos expresión
de una identidad nacional sin conciencia de lo diverso y algo ciega a los
matices.
Y es que para el investigador del CRIM, aunque
tiene ecos del pasado, Día de Muertos es también un espejo del presente, pues
visibiliza aquello que hoy nos preocupa y duele. “Pongamos como ejemplo lo
sucedido en 1968 –la observación es de Claudio Lomnitz–, cuando tras la matanza
de estudiantes por parte del ejército, los agraviados hicieron del 2 de
noviembre (un mes exacto después) un acto de protesta inmediato”.
Que la fecha tenga un componente de crítica social
tan pronunciado –algo no mencionado en el discurso oficial– se debe en gran
parte a que, por su naturaleza, las ofrendas son muy performáticas y, por lo
mismo, permiten poner el dedo en múltiples llagas, relata el profesor Rosales.
“Consideremos los altares colocados tras los
temblores de 1985 o 2017, los levantados para los fallecidos por la pandemia
(cuyo número podría ser mucho mayor al reconocido), los instalados para
recordar a las víctimas de la violencia machista o incluso los que se ponen
para los desaparecidos, los cuales por dedicarse a personas sobre quienes no
hay certeza de muerte nos dejan con un vacío simbólico al que no nos deberíamos
acostumbrar.”
Tras años de reflexionar sobre el tema, Héctor
Rosales tiene una hipótesis: Día de Muertos se ha mantenido como una de las
celebraciones más importantes en el país porque provee a los mexicanos de una
serie de asideros culturales que nos permiten navegar por escenarios que, de
otra forma, nos resultarían de un amargor y una hondura insostenibles.
No es que esté triste, es que me acuerdo
Guadalupe Medina, además de profesora en la
Facultad de Psicología de la UNAM, es tanatóloga, y su profesión la ha llevado
a compartir los últimos momentos de muchos pacientes terminales. “Incluso
tratándose de personas sin nada en común su último deseo siempre es el mismo:
regresar a casa, ser tomados de la mano y no ser dejados en ningún momento
solos”.
Y hasta ahí se atreve a contar, pues de lo que
viene al terminar la vida no sabemos nada. “De lo que sí podemos y debemos
hablar es de qué sucede con los que se quedan aquí, con los deudos, quienes
tras la partida de un ser querido se ven invadidos por un dolor intenso”.
Para lidiar con el sufrimiento hemos inventado una
serie de rituales, como el velorio o el sepelio, cuya finalidad –más que pedir
por el descanso eterno del finado– es acompañar a los dolientes en sus horas
más oscuras, en aquellas que si son encaradas en soledad pueden llevar al
aislamiento o a una depresión severa, y eso es algo a evitar, subraya.
Estar rodeado de gente, como sucede en los
novenarios, es una vía para procurarnos alivio, añade la profesora Medina.
“Estar ahí nos orilla a platicar del finado, de cómo murió y, a medida que
relatamos lo acontecido, vamos tomando conciencia de la realidad en la que
estamos”.
“Cada ofrenda es una oportunidad de cumplirle esa
última voluntad a nuestros difuntos, pues dedicarles altares es nuestra forma
de traerlos a casa, de tomarlos –simbólicamente– de la mano y de hacerles saber
que no están solos porque los recordamos.
FUENTE: UNAM